lunes, 27 de febrero de 2012

LA COHERENCIA, LEY GENERAL DE LA ACCIÓN HUMANA


Por acción, debe entenderse en el presente contexto, el ejercicio de una actividad, independientemente de que ésta implique o no potencia pasiva y también independientemente de que su perfección permanezca en el interior del agente o que recaiga en otro diferente de él. De este modo el término acción engloba los de movimiento y operación.
La acción humana se encuentra constituida, ante todo, por los pensamientos y las voliciones, y, consecuentemente, por la acción interna de otras facultades y por la acción externa.
En la medida en que escapan a la fatalidad del determinismo de la naturaleza irracional, las acciones del hombre pueden decirse humanas. Ciertas acciones son de suyo humanas —como los pensamientos y las voliciones— porque son de suyo racionales. Otras lo son porque pueden ser informadas por la inteligencia; esta esfera está constituida por los llamados actos imperados por la voluntad. Por último, ciertas acciones se encuentran marginadas de la razón porque ni son intrínsecamente racionales, ni tienen potencia para ser informadas por la razón —tales son las funciones vegetativas— y por eso permanecen ajenas a   la consideración   de acciones humanas.
La coherencia se predica propiamente del pensamiento, y, en sentido preciso, de las relaciones de los juicios entre sí, en función de la verdad.
Para calificar a un pensamiento como coherente, éste debe cumplir con las siguientes condiciones parciales:
1. La no-contradicción de los principios   (juicios primeros inmediatamente evidentes)  entre sí.1
2. La no-contradicción y la secuencia lógica de las conclusiones con respecto a sus principios.
3. La no-contradicción entre las distintas conclusiones de un mismo principio y de las distintas conclusiones de diversos principios entre sí.
4. La no-contradicción   entre las   implicaciones de   las   conclusiones.
5. La no-contradicción entre los juicios del entendimiento especulativo y los del entendimiento práctico.
Para ello es indispensable:
a) La constancia de los juicios originantes   (juicios-nervadura).
b) La revisión continúa de los juicios originados y de las implicaciones.
En síntesis, un pensamiento es coherente si sus juicios —ya originantes, ya originados— y las implicaciones de esos juicios relacionados entre sí, no se oponen en la tabla de la verdad.
En tanto que la persona humana difiere del animal en que aquella actúa en función de su inteligencia —de una inteligencia que la guía desde dentro— la coherencia en la persona humana consiste en actuar conforme a lo que se juzga y juzgar conforme a lo que se es —persona humana, sujeta a someter su juicio a la naturaleza de las cosas.
El análisis de la coherencia de la persona humana debe calcarse del análisis de las diversas funciones de las facultades humanas, y de su mutuo enfrentamiento.
Los tipos de incoherencia.
El divorcio entre el pensamiento y la acción transitiva, se funda en un juicio del entendimiento especulativo, con un contenido como el que se ejemplifica: “una cosa es pensar y otra hacer”, o bien, “una cosa es el pensamiento y otra la realidad”. Pero, ¿cuál es la condición de posibilidad que permite el compromiso personal con un juicio como los anteriores? ¿Puede tratarse simplemente de un lugar común? En mi opinión, cabe en el fondo de un juicio con semejante contenido, el convencimiento de la postura racionalista frente al problema del conocimiento.
El nominalismo mitigado2 suele pasar por la vida filosófica bajo la insignia del realismo: se hace profesión de fe en lo que se refiere a la independencia de la realidad en función del conocimiento y a su prioridad sobre las consideraciones científicas y gnoseológicas en general. Frente al idealismo, la postura es contrastante en la solución, aunque semejante en el planteamiento del problema gnoseológico; en ambos casos la estructura es similar: ¿Prioridad de la realidad sobre el conocimiento o del conocimiento sobre la realidad? El eje común consiste en separar y aún oponer aquellos dos términos, como si el conocimiento no lo fuera de la realidad, o como si no lo fuera, al menos, el conocimiento abstracto. Existen dos maneras fundamentalmente diversas de considerar la abstracción: o bien como un proceso natural y espontáneo de la mente, vía imprescindible para cualquier tipo de conocimiento intelectual, -también vulgar-, o, por el contrario, como un mecanismo más o menos artificial cuyo resultado no puede ser otro que la disociación entre la realidad y el conocimiento, entre el pensamiento y la vida, entre la teoría y la praxis.
El divorcio, la incoherencia entre la verdad especulativa y la práctica, se fundamenta en no considerar que lo contingente es un modo del ser de lo necesario corno una manera de no ser necesario.3 Puede deberse también al nominalismo mitigado que tiende a refundir al conocimiento práctico en la acción transitiva, y, en ocasiones, en el ámbito afectivo.
La ruptura entre el juicio práctico y la volición ilícita no cabe sino a través de la decisión de no decidir, o, lo que es lo mismo en el fondo, a través de la decisión de aplazar las decisiones perfectas indefinidamente. La tesis de fondo que respalda semejante actitud, no puede ser sino el voluntarismo, esto es, el convencimiento de que la voluntad no sólo tiene la última palabra con respecto a la elección, sino que es capaz de suplir por el ejercicio deliberativo, y que está absolutamente por encima de las motivaciones, o bien dependiendo fatalmente de las más fuertes.
El corte entre el juicio práctico y la acción imperada funciona como alienación. Ella consiste, precisamente, en la ejecución, sin más fundamento que la permisión voluntaria, pero habiendo dejado de lado el proceso deliberativo, y por tanto, la iluminación intelectual.
La contradicción entre afirmaciones del entendimiento especulativo, es en parte, la raíz de la incoherencia en otros ámbitos, y, definitivamente, la causa última de cualquier estilo de incoherencia es un juicio erróneo del entendimiento especulativo.



La incoherencia especulativa
En el ámbito de la incoherencia entre juicios especulativos se encuentra la “doctrina de la doble verdad”. Gracias a esta doctrina un sujeto puede certificar la verdad de un juicio especulativo y la de su opuesto4 con tal de que afirme que estas verdades se dan en planos diferentes.
La doctrina de la doble verdad constituye, desde luego, un peligro muy grave —quizá el más grave de todos— para la coherencia, y sin embargo, tiene, para fundamentarse, razones de peso.
Vale la pena detenerse en este punto. Dos juicios emitidos desde dos ámbitos distintos del saber, pudiendo parecer, formalmente, contradictorios, pueden muy bien no serlo materialmente, ser realmente compatibles. Las proposiciones: “Todo ser vivo nace y muere”, “Dios es un ser vivo”, son ejemplos de juicios emitidos desde la biología y desde la filosofía, respectivamente, verdaderas ambas y formalmente contradictorias, y sin embargo, materialmente compatibles desde el momento en que se comprende que todo juicio pronunciado desde una ciencia particular debe matizarse con otro juicio suplementario, tal como: “entendido que la biología se refiere a todos y solamente a los vivientes que caen bajo su objeto, esto es, a los vivientes corpóreos.”
Por otra parte, es fundamental comprender que multitud de juicios dictados desde distintos ámbitos del saber, se oponen, en efecto, formal y materialmente, y son incompatibles. En otras palabras, las diferencias entre los niveles del saber, incluso si se trata de niveles tan ajenos como los del saber natural y el sobrenatural, no se resuelven todos los problemas de incompatibilidad judicativa sólo por apelar al sentido real y contextual de los juicios. Por el contrario, para poder hablar de coherencia, es precisa la traducción de los juicios expresados en los distintos dialectos del saber, al lenguaje común del conocimiento humano, capaz de abarcarlos a todos. Este lenguaje común no puede ser otro que el lenguaje del ser, un lenguaje anclado en la metafísica, es decir el lenguaje de la filosofía. Únicamente el saber que puede alcanzar explicaciones definitivas es capaz de determinar el nivel de profundidad con la que explican otros saberes, lo mismo que definir la extensión de sus dominios respectivos.
La coherencia especulativa, de la que pende cualquier otro tipo de coherencia en el hombre, implica, al menos, el recto aprendizaje de las verdades claves de la filosofía, y la oportuna apreciación de sus implicaciones.
La doctrina de la doble verdad no escenifica el único yerro del que resulta la incoherencia teórica. El relativismo, el subjetivismo, el escepticismo, el pragmatismo y el sincretismo constituyen otras tantas fuentes para la incoherencia especulativa.
La principal, entre ellas, es el escepticismo. Hay que tener presente, cuando se trata de este error, que caen lo mismo bajo su denominación los escepticismos parciales —racionalismos, empirismos, idealismos— como el escepticismo total. Resulta bastante claro que quien, presa del escepticismo, pone en duda la capacidad de conocer, observará una conducta fundamental de suspensión del juicio, aun sin razón alguna para suspenderlo. Puesto que la inteligencia, por su naturaleza misma tiende a la verdad, y no cabe la verdad sin el juicio, una actitud fundamentalmente dubitativa constituye un atentado contra la inteligencia. Respecto a los escepticismos parciales, quedan también afectados por esta crítica en la medida y en el ámbito del conocimiento en el que se introduzca esa parálisis del intelecto que es la duda.
El relativismo, en contraste con el escepticismo, bien puede escapar de la duda. Cabe, para quien lo profesa, que varios juicios incompatibles entre sí, me¬rezcan todos el calificativo de verdaderos gracias a las diferencias de los sujetos que los pronuncian o de las circunstancias en que lo hacen; y cabe, además, que el carácter de tales afirmaciones verdaderas sea también cierto. En síntesis: no puede hablarse de la verdad, sino de las verdades, mutables, cambiantes, provisionales, parciales y, por tanto, relativas. Ante una doctrina de este tipo, hablar de coherencia resulta un sinsentido, porque en su contexto no cabe la incoherencia.
Para el subjetivismo, la verdad es el resultado mecánico de la apetencia del sujeto, ya que es el sujeto el elemento definitivo —principal si no exclusivo, dependiendo de las postulas gnoseológicas— en el conocimiento. Por eso la opinión tiene tanto peso como la certeza; y el juicio práctico tanto valor como el especulativo, porque todas estas actitudes psico-gnoseológicas proceden lo mismo del querer -apetecer es más preciso- del sujeto.
Para el escepticismo no es necesario juzgar, para el relativismo, no es necesaria juzgar coherentemente, para el subjetivismo la coherencia es espontánea, se identifica con la apetencia subjetiva. El denominador común consiste en el desprecio por la coherencia, la incoherencia para estas posturas no implica nada negativo.
En un ámbito más reducido, niegan la importancia de la coherencia el pragmatismo y el sincretismo. Para el pragmatismo, el territorio de la coherencia se reduce al ámbito de los resultados. Para el sincretismo el valor de la afición por los opuestos tiene prioridad sobre el valor de la coherencia.
Cualquiera entre los tipos de incoherencia mencionados, tiene su causa en un juicio erróneo especulativo. El modo de corregir una actitud incoherente en un hombre cuerdo, es buscar cuál es el juicio erróneo del que tal actitud pende y rectificarlo.
Cuando alguna idea no es operativa, ello puede deberse a tres causas: o bien se trata de una idea errónea, o se anula su fuerza por incongruente con otros juicios en su orden, o —si se trata de un juicio práctico— resulta irrealizable por incompatible con el contexto real.
Los universos psicológicos.
Existen en el hombre ciertos tipos de acción, que aglutinan alrededor suyo un cúmulo de decisiones, de juicios, de actitudes posteriores, constituyendo así un sistema, un universo. Hace falta examinar cara a la coherencia, no sólo los universos, sino los universos entre sí.
Cimentan universos, actitudes psicológicas radicales: como la concepción de la felicidad, como la posesión inmediata y a corto plazo de los bienes patentes, como la decisión de sufrir en cada momento lo menos posible, como la determinación de la defensa de los bienes propios incluso a costa del atropello de los bienes ajenos, como la decisión de no decidir nada sino provisionalmente, etcétera.
Por su duración, ciertas acciones se constituyen en universos fundantes, tales como las decisiones vitalicias. Naturalmente todo otro universo psicológico que no encaje con un universo fundante vitalicio, tenderá a ser negado o a convertirse en universo vitalicio sustitutivo de aquel.
La revocación de una elección que haya funcionado como universo vitalicio, producirá una conflagración, y obligará a la revisión de los universos psicológicos dependientes de aquél. Esto confirma, que así como una elección vitalicia procura al sujeto una plenificación psicológica descomunal, su revocación suele implicar tan cuantiosas y profundas revisiones de los universos dependientes, que puede significar su ruina —en la medida, sobre todo, en que afecte más o menos al fin último del hombre.5
Por su primado jerárquico también se constituyen en universos fundantes, ciertas decisiones. Estas subrayan aún más que las anteriores el contenido de los valores y sus relaciones mutuas. Multitud de universos dependen de éstos como dependen los medios con respecto a los fines, y como depende lo secundario con respecto a lo principal. Quien estime primordialmente el valor económico (monetario) fundamentará multitud de universos psicológicos en el universo fundamental jerárquico de esta estimación. Muy distinto resultará el conjunto de universos anclados en la jerarquía máxima de los valores culturales, o de los religiosos.
Por su carácter condicionante, ciertos universos asumen el papel de antecedente obligando a otros a funcionar como consecuentes. No es preciso que estos universos tengan un carácter vitalicio ni tampoco un primado jerárquico; sin embargo, junto con los anteriores funcionan como elementos originantes, corno integrantes de la axiomática psicológica.
La integridad, característica ineludible de la verdad.
Desde el momento en que la inteligencia se abre al ser, se patentiza que su objeto no está constituido por una parcela del ser ni por alguno de sus aspectos: todo lo real es su herencia. La inteligencia humana alcanza algunos seres —o algunos aspectos del ser— inmediatamente, otros mediatamente y algunos de modo indirecto. De ahí la necesidad del proceso raciocinante. Si se negara el conocimiento discursivo, la inteligencia humana quedaría reducida a un ámbito más estrecho que el del conocimiento sensitivo. Por otra parte, la condición cíe posibilidad del conocimiento discursivo es el carácter expansivo de la verdad: una verdad implica otras muchas y las relaciones entre juicios verdaderos fecundan verdades nuevas. En suma, no cabe hablar de verdades aisladas, sino de juicios verdaderos concatenados entre sí. Su ley, se llama coherencia.
Cuando en un contexto de verdad se introduce un juicio falso, el contexto completo se corrompe. La razón ya se apuntaba antes: el objeto del intelecto es el ser en cuanto verdadero, y no un aspecto verdadero de un ser particular. Esta necesidad de síntesis universal es un testimonio de la naturaleza racional del hombre.
Traicionar la verdad —que representa la adhesión del intelecto con la realidad— equivale a traicionarse a sí mismo.
Las virtudes, garantía de la coherencia.
Las virtudes de la voluntad postulan decisiones fundamentales basadas en un modo de juzgar (en su orden práctico) coherentemente, e implican una certeza (premisa indispensable de esos juicios prácticos) especulativa. Y además estabilizan y facilitan ese modo coherente de juzgar.
La falta de virtud, en un hombre con uso de razón, el obrar ordinariamente de acuerdo con las disposiciones subjetivas, es síntoma de la ausencia del juicio intelectual, y caracteriza las conductas cuya homologación con el deber ser es principalmente externa, cuya regla es más la receta funcional que la prudencia y cuya iluminación está marcada por la imaginación por encima de la inteligencia. Este tipo de conducta responde al infantilismo y es letra muerta.
Las virtudes intelectuales estabilizan y facilitan la coherencia del orden especulativo. El conocimiento científico sin coherencia es imposible. La sabi¬duría sin coherencia es impensable.
En el extremo opuesto a la estabilidad en la coherencia que proporciona la virtud, se encuentra el provisionalismo especulativo universal, y el provisionalismo práctico universal. Es de sabios cambiar de opinión y de necios cambiar de certeza —como norma de conducta.
La coherencia no implica uniformidad, es lo opuesto a una postura monolítica, requiere armonía y unidad en la multiplicidad y en la variedad. Exige distinguir para unir.
La coherencia, ley fundamental del psiquismo humano.
Lo es, porque el entendimiento y la voluntad están ordenados al ser como verdadero y como bueno, y se unen en su objeto en el que se identifican realmente ambos aspectos, permaneciendo, sin embargo, como dos facultades distintas. El hecho de ser distintas, significa que cabe una ley por encima de las leyes propias de ambas facultades, ley exigida en virtud de la unidad del sujeto: se trata de la coherencia. Lo es porque la verdad implica integridad, el bien apetecido por la voluntad supone conocimiento intelectual, y la acción externa pende, lo mismo, del intelecto, porque en el hombre el punto alfa es la inteligencia.
Fuente: Universidad Panamericana- México. Revista Sapientia de Buenos Aires
MEXICO.  20 de septiembre de 2010  Autor: Maria de la Luz García Alonso



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